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miércoles, 27 de marzo de 2013

La orden 21

   Un domingo de mayo.
   Un día asquerosamente húmedo en Malasia.
   Había llovido durante las primeras vueltas de la carrera. La pista se había vuelto resbaladiza, para después volver a secarse. Por lo demás, imagino que Mark Webber apenas sería consciente del clima. Encajado en la cabina de un bólido Azul de Prusia que hacía avanzar a más de doscientos kilómetros por hora, debía sufrir el embate de fuerzas increíblemente poderosas. La presión casi asfixiante sobre su pecho lo mantenía pegado al respaldo, mientras los brazos aferraban un volante con el que controlar a la bestia. A cada curva, una serie de aparatos se aseguraban de que el brusco giro no pudiese quebrar su poderoso, tenso cuello. El corazón palpitaba veloz. Los números operaban en su cabeza, las órdenes llegaban de la radio y las amenazas del retrovisor, las oportunidades estaban enfrente, por lo que debía pensar siempre rápido y frío.
 
   Restaba poco para el final. Webber lideraba la carrera. Tras él iba su compañero de equipo, el joven alemán Sebastian Vettel. Ambos mantenían una amplia distancia con el resto, sólo les amenazaba ya la fatal posibilidad de un accidente, que sin embargo, en esas circunstancias era fácil de prevenir. El equipo les aconsejó que bajaran las revoluciones, por cautela.
   Así lo hizoWebber.
   Vettel no. Por algo era campeón del mundo. Aprovechó.
   Antes, ya se había quejado por radio de la lentitud de su compañero.
   Webber vio en el retrovisor el coche del alemán, dándole alcance raudo, igual que se ve emerger un tiburón de las aguas. Sorprendido, debió sentir el ascenso de la rabia amarga por sus entrañas, aunque no creo que el corazón pudiera acelerársele más. Dolido por la traición, furioso, se defendió con uñas y dientes.
 
   La batalla fue despiadada. Los ingenieros, incrédulos, se llevaban las manos a la cabeza. Ante el riesgo de un choque que lo mandase todo a tomar por culo, instaron a Vettel a que detuviese aquel ataque. Su actitud violaba la orden 21. Caso omiso. Poco después, el agresivo piloto logró su objetivo. Tras arriesgadas maniobras, adelantó a su compañero. Ganó la carrera.
    Una vez obtenida la victoria, el indisciplinado piloto se disculpó.
    Un bloguero especializado de El Mundo escribió que tal disculpa era una muestra de debilidad. Que Vettel debía sentirse orgulloso de lo que había hecho, porque era el mejor.
    Parece que la agresividad, la osadía, el egoísmo, la ambición y quizás el hijoputismo son atributos útiles para llegar a campeón. Algunos comentaristas consideraban lo sucedido perfectamente lógico, y llamaban infantiles e ingenuos a quienes criticaban a Vettel. De acuerdo pues. Es lógico. ¿Quién soy yo para dudarlo?
    Pero téngalo usted en mente cuando un tipo de estos cobra millones por una publicidad en la cual el banco anuncia su "mentalidad ganadora".
 
   Que luego nos extrañamos.

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