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viernes, 18 de diciembre de 2015

El bar de los poetas


El otro día estuve en Malasaña y me tomé una caña y media en el bar de los poetas. Recitaban seduciendo al micrófono, sabían estremecer las cuerdas de la guitarra, pero algo me hacía inmune a su magia negra.

Aquello era una tortilla deconstruída, un reguetón de París, o el gintonic de cardamomo número siete.
   
Pensé que era lo normal, al fin y al cabo, todos lloramos por los ojos y cagamos por el culo. También los que escuchan Vetusta. También los que saben inglés.

Entre metáfora y pausa dramática, me pregunté cuántos de ellos habían tirado piedras a un gato, cuantos se habían reído de una niña fea, y si alguna vez le habían dedicado una canción a alguien que no les importara.

El caso es que entre las Converse sucias y caras, el cuidadísimo despeinado de la camarera, los sombreros borsalinos, los cantos a la revolución y los tatuajes plenos de sentido, qué se le va a hacer, me acordé de ti.

Y en ese preciso instante lo comprendí: las musas habían salido de las canciones, y no al revés.

Me di cuenta de que todos tenían la mirada apagada y las manos blancas, igual que yo, y escuché como gritábamos por dentro, y la verdad, me dio penica. Así que rompí la servilleta y me largué al bar de enfrente, a intentar salvar mi alma, con una Mahou más barata.

Y entonces me eché a reír.