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lunes, 25 de marzo de 2013

La "choni"

   Nació en una familia, hasta donde yo sé, estructurada, en nuestra pequeña ciudad de provincias. El padre tenía una empresa. La madre era maestra. Pasó los años del colegio sin pena ni gloria.
 
  Al llegar al instituto, con doce años, se le ocurrió, por las buenas, hacerse gótica. Se pintaba los ojos muy negros y llevaba collares de pinchos, y caminaba por ahí muy seria. Combinaba la indumentaria oscura con forros polares, chándales, o auriculares rosas baratos. Resultaba desconcertante. Pero bueno, no era más que una forma de vestir. Fea y llamativa. Pero a esa edad nadie tiene un look de revista.

  A los trece se enorgullecía de haberse follado a su primo y a un negro en un fin de semana.
  Paulatinamente fue pasando de lo gótico a lo choni, lo poligonero. Hizo nuevos amigos, o eso creyó. Empezó a fumar porros como una posesa. Decía que, cuando fumaba, oía tres voces en su cabeza. Una le pedía que dejase de fumar, otra le sugería locuras, como suicidarse o matar a alguien, y una tercera no paraba de reír.
  Ella misma no paraba de reír. Tenía un rostro porcino, la excesiva raya de ojos le daba un aire maléfico, sus hombros eran anchos para mujer y tenía vello negro a lo largo de toda la espalda y en el culo, cuya mitad superior siempre quedaba a la vista, junto con el ínfimo tanga, entre la chaqueta y el pantalón.

  Con quince años proclamaba que quería ser puta. Les contaba a sus compañeras que había quedado con tres gitanos para follar, y que le iban a pagar tanto.
   La gente normal se alejaba de ella. Lo había buscado.Se dedicaba a relatarle a cualquiera detalles obscenos de su vida sexual, real o ficticia (siempre quedará la duda). Su lenguaje se había vuelto extremadamente vulgar, con un escaso vocabulario lleno de palabras gitanas y exclamaciones. Al menos un coño por frase. Acompañaba esto con gestos vehementes propios de un rapero del Bronx. Nunca cambiaba de registro, con este mismo lenguaje se dirigía al profesor de literatura. Se solía sentar en clase con las piernas abiertas, los brazos cruzados y la capucha puesta. Mascando chicle descaradamente.
 
   La droga o las compañías la habían vuelto inestable. Su humor cambiaba en segundos. Si no te tenía respeto, es decir, si te dignabas a hablarle, te podía meter una hostia por menos de nada.
   Este verano, con dieciséis, llevaba una pulsera con el nombre de su novio, un toxicómano de diecinueve años, ingresado en el Proyecto Hombre. Denunciado por malos tratos a su propia madre. Lo contaba entre risas y coños. Su boca emanaba un aliento fuerte y un olor a porro que tiraba para atrás.
 
   Nació en una familia, hasta donde yo sé, estructurada, en nuestra pequeña ciudad de provincias. El padre tenía una empresa. La madre era maestra. Pasó los años del colegio sin pena ni gloria.

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