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lunes, 24 de junio de 2013

La profesora de ciudadanía. Capítulo 2.

   Lo del debate fue idea suya. Había que diseñar una ciudad ideal, partiendo de la Huesca actual. Era una competición por grupos, a nivel de todo el curso. Los grupos ganadores de cada clase tenían que presentar sus proyectos en el salón de actos. Micrófono en mano, ante casi doscientas personas. Con toda la parafernalia. Después, debate y votación. Sólo podía quedar uno, y tal.
   Los dos profesores de filosofía, ella y el nuestro, estaban picados. Ambos querían ver ganar a los grupos de las clases a su cargo.
   Llegó la hora de las presentaciones. Resultó que las clases de ella lo hicieron fatal. Buenas intenciones vacías. Discursos desganados y llenos de obviedades. Nuestra clase y la otra, en cambio, mostraron proyectos más sólidos. Yo estaba de los nervios, pero caí en gracia.
   Después de presentar, hubo un descanso. Ella se acercó a mí, sonriente, como cuando me saludaba por los pasillos y me felicitó por mi simpatía. Aún desconocía mi nombre.
   Llegaron los debates. Bueno, se me ha olvidado decir que yo era la responsable de educación de mi grupo. Había planteado un montón de reformas, pero mis rivales le prestaron atención, sobre todo, a un detalle, mi propuesta de eliminar, entre otras muchas, la asignatura de Educación para la Ciudadanía. Por ahí me llovieron los palos, así que me pasé medio debate, o más, defendiendo mis ideas al respecto. Esto es, que la asignatura es totalmente inútil y que la ética ha de enseñarse constantemente, en la clase de biología, en la clase de historia, en la clase de economía y en el recreo, sobre todo en el recreo. Salí bien parada y la mayoría me apoyaba, pero ella, la profesora de ciudadanía, hervía por dentro.
    "Olé tus huevos, pero ojalá no te toque con ella el año que viene" me dijo una compañera. Exageraciones, pensé. Con lo simpática que es.
    Llegada la hora de la votación, mi grupo ganó. Y el otro grupo de nuestro profesor quedó segundo. Y los tres de ella por detrás, muy por detrás.    
     Al día siguiente me abordó por un pasillo, más o menos para pedirme explicaciones por lo de la ciudadanía. Se las dí. Pero la cosa no se quedó allí, después vinieron otras críticas. Según ella, habíamos sido muy tolerantes con el otro grupo de nuestro profesor y nos habíamos ensañado con los suyos, con ideologías más similares a la nuestra. Yo, que no daba crédito, intenté justificarlo sin aludir a la estupidez de las propuestas de esos grupos y a lo vacío y absurdo de sus ideas, en comparación con la solidez de las de estos otros, quizás un poco más liberales. Resultaba imposible explicarlo sin ofender. "Tierra trágame" era lo que pensaba.
   Luego, estudiando en la biblioteca, oí como ella llamaba a mi profesor y le preguntaba mi nombre.
   "Qué, ya me he enterao, que te han fichao"  me dijo riéndose una compañera al día siguiente.
   Me invadía el desconcierto. Todo era muy surrealista. Parecía ser que había traicionado la camiseta verde o algo así.
    Cosas de la profesora de filosofía. No, perdón, de la profesora de ciudadanía. Es que responde al puto prototipo de la Concapa. No es normal...

jueves, 20 de junio de 2013

La profesora de ciudadanía. Capítulo 1.

   Dudar de todo. Cuestionar hasta lo incuestionable. Pudiendo incluso llegar a la demencia. Nada sólido, nada a lo que te puedas aferrar. Un vacío infinito. Eso es la filosofía.
   Ella no es profesora de filosofía. Tal vez, por razones que me resultan un enigma, en algún momento de su vida eligiese esa disciplina, pero hace ya mucho que la tiene abandonada.
   Ella es profesora de ciudadanía. Sus alumnos trabajan como chinos viéndose documentales del Holocausto o del Sáhara Occidental, escuchando y analizando discos de rap o de música étnica, pero jamás he oído a ninguno hablar de Aristóteles o de Kant o de Nietzche. O estrujarse el cerebro con el puto idealismo.
   Ella tiene otras ocupaciones. Por ejemplo, mantener con vida y buena salud la biblioteca de nuestro desmesurado centro, que estaría cerrada sin su presencia. O llenar las paredes de los pasillos de palabras bonitas y de colores fuertes. Animar a sus alumnos a ir a charlas sobre "cómo las feministas lesbianas cambiaron nuestras vidas". Distribuir camisetas verdes a diestro y siniestro. Participar en la edición de la revista del centro y proyectar anuncios de toda índole en los monitores recientemente instalados en las cuatro esquinas.
   Y cómo no, encabezar las manifestaciones contra la LOMCE, empuñando un megáfono blanco en contraste con su cara roja. Y fue allí donde reparó en mi existencia. Viéndome junto a ella en primera línea.
   Un día hubo huelga de estudiantes. Tras manifestarnos un rato, entrar en la universidad a decir cuatro cosas y todo el belén, nos paramos a descansar en la Plaza de Navarra. Nos encontramos con ella y los que éramos de su instituto fuimos a saludarla. "Esto que estáis haciendo... vosotros no os dáis cuenta de lo grande que es..." nos dijo, con lágrimas en los ojos.
    Es proclive a la emoción. Orgullosa de su profesión, llora, por ejemplo, cuando una redacción de un alumno le conmueve. Y se congratula de lo gratificante del trabajo.
    Bueno, a lo que íbamos. Aunque ella y yo apenas habíamos hablado, me tenía vista de las protestas y me guardaba simpatía por ello, saludándome con una amplia sonrisa cada vez que nos cruzábamos por los pasillos. Pero no me conocía. Ni siquiera sabía cuál era mi nombre.
    Y, de hecho, no lo supo hasta después de lo del debate.
                       
                                                                                                                                     CONTINUARÁ...