Menudo día llevaba… Los cretinos
de su clase le habían robado el estuche y se habían dedicado a lanzárselo entre
sí, intentando evitar que él lo recuperase. Finalmente lo habían encestado en
la basura. Ante la hilaridad general, había tenido que agacharse y meter la
mano ahí para cogerlo. A todo esto el profesor había pasado la hora jugando con
el iPad y cuando él intentó quejarse de lo que sucedía, se había limitado a
emitir un displicente: “Chicos… tranquilos”. Durante la siguiente hora,
tuvieron examen de biología, y le salió bien, pero podría haberle salido mejor
si no hubiera estado pendiente de dejárselo copiar a la chica que le gustaba. Luego ni las gracias, y encima en el recreo la
había visto liándose con ese chulo de los ojos verdes y los pantalones caídos
que siempre se burlaba de él en clase, y que al contrario que él, casi nunca
había sido majo con ella.
Y ahora, cuando sólo tenía ganas de descargar su furia con el juego más
violento de la Play, le venía su
hermana pequeña, con sus ricitos y sus grandes ojos azules, con un papel en una
mano y un lápiz en la otra, pidiéndole que le ayudara a escribir un cuento… ¡será
posible! Y le dijo que escribiese sobre maldiciones que nunca terminan, sobre
malos que por ser tan malos siempre ganan, sobre el hecho de que la belleza,
obviamente, está en el exterior y el amor es una enfermedad y no siempre triunfa…
“Pero eso no sería un cuento” protestó la niña “… ¡sería lo contrario de un cuento!” Él
sonrió amargamente. ¡Maldita sea, cuánta razón tenía la enana! Así que tras un
suspiro, resignado, le ayudó a buscar un final feliz. En esa hoja de papel,
todo era posible.
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