El otro día estuve en Malasaña y
me tomé una caña y media en el bar de los poetas. Recitaban seduciendo al
micrófono, sabían estremecer las cuerdas de la guitarra, pero algo me hacía inmune a su
magia negra.
Aquello era una tortilla deconstruída,
un reguetón de París, o el gintonic de cardamomo número siete.
Pensé que era lo normal, al fin y
al cabo, todos lloramos por los ojos y cagamos por el culo. También los que
escuchan Vetusta. También los que saben inglés.
Entre metáfora y pausa dramática,
me pregunté cuántos de ellos habían tirado piedras a un gato, cuantos se habían
reído de una niña fea, y si alguna vez le habían dedicado una canción a alguien
que no les importara.
El caso es que entre las Converse
sucias y caras, el cuidadísimo despeinado de la camarera, los sombreros
borsalinos, los cantos a la revolución y los tatuajes plenos de sentido, qué se
le va a hacer, me acordé de ti.
Y en ese preciso instante lo
comprendí: las musas habían salido de las canciones, y no al revés.
Me di cuenta de que todos tenían
la mirada apagada y las manos blancas, igual que yo, y escuché como gritábamos
por dentro, y la verdad, me dio penica. Así que rompí la servilleta y me largué
al bar de enfrente, a intentar salvar mi alma, con una Mahou más barata.
Y entonces me eché a reír.
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