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jueves, 20 de junio de 2013

La profesora de ciudadanía. Capítulo 1.

   Dudar de todo. Cuestionar hasta lo incuestionable. Pudiendo incluso llegar a la demencia. Nada sólido, nada a lo que te puedas aferrar. Un vacío infinito. Eso es la filosofía.
   Ella no es profesora de filosofía. Tal vez, por razones que me resultan un enigma, en algún momento de su vida eligiese esa disciplina, pero hace ya mucho que la tiene abandonada.
   Ella es profesora de ciudadanía. Sus alumnos trabajan como chinos viéndose documentales del Holocausto o del Sáhara Occidental, escuchando y analizando discos de rap o de música étnica, pero jamás he oído a ninguno hablar de Aristóteles o de Kant o de Nietzche. O estrujarse el cerebro con el puto idealismo.
   Ella tiene otras ocupaciones. Por ejemplo, mantener con vida y buena salud la biblioteca de nuestro desmesurado centro, que estaría cerrada sin su presencia. O llenar las paredes de los pasillos de palabras bonitas y de colores fuertes. Animar a sus alumnos a ir a charlas sobre "cómo las feministas lesbianas cambiaron nuestras vidas". Distribuir camisetas verdes a diestro y siniestro. Participar en la edición de la revista del centro y proyectar anuncios de toda índole en los monitores recientemente instalados en las cuatro esquinas.
   Y cómo no, encabezar las manifestaciones contra la LOMCE, empuñando un megáfono blanco en contraste con su cara roja. Y fue allí donde reparó en mi existencia. Viéndome junto a ella en primera línea.
   Un día hubo huelga de estudiantes. Tras manifestarnos un rato, entrar en la universidad a decir cuatro cosas y todo el belén, nos paramos a descansar en la Plaza de Navarra. Nos encontramos con ella y los que éramos de su instituto fuimos a saludarla. "Esto que estáis haciendo... vosotros no os dáis cuenta de lo grande que es..." nos dijo, con lágrimas en los ojos.
    Es proclive a la emoción. Orgullosa de su profesión, llora, por ejemplo, cuando una redacción de un alumno le conmueve. Y se congratula de lo gratificante del trabajo.
    Bueno, a lo que íbamos. Aunque ella y yo apenas habíamos hablado, me tenía vista de las protestas y me guardaba simpatía por ello, saludándome con una amplia sonrisa cada vez que nos cruzábamos por los pasillos. Pero no me conocía. Ni siquiera sabía cuál era mi nombre.
    Y, de hecho, no lo supo hasta después de lo del debate.
                       
                                                                                                                                     CONTINUARÁ...

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